viernes, 29 de junio de 2007

My eyes...

"Her hair is Harlow gold, Her lips sweet surprise Her hands are never cold She's got Bette Davis eyes She'll turn her music on You won't have to think twice She's pure as New York snow She got Bette Davis eyes ..."
30 de Junio 2007.
Mis ojos ven el mundo que desean ver, quizás por eso cuando cojo un pincel soy capaz de inventar una historia que solo yo pude imaginar, y que otros ojos darán el nombre de "abstracto", porque ése es el adjetivo que algunos decidieron utilizar para todo aquello que no tiene una alineación con los modelos ya concebidos.
Esta costumbre de ir por la vida imaginando todo a mi manera, me ha llevado a crear mi propio paraíso, donde algunos tienen "Allowed access", una especie de free pass para ingresar libremente a la caja de Pandora. Pero como en todo régimen autónomo, las reglas son las reglas y si no las respetas, cuando regreses con tu tarjeta vip, el sistema te dirá en forma automática "Denied access".
Para permanecer en estos privilegios, supongo que hay que ser acreedor a una serie de requisitos, muy sencillos de rellenar y no habrá que dejar casillas en blanco:
1- ¿Cree usted en la magia de los sueños?
2- ¿Se considera capaz de llegar a la altura de las ideologías que plantea?
La vida es un sueño, el mundo el escenario, y todo lo que nos rodea forma parte del decorado donde montarnos nuestra propia película, desde allí nos convertiremos en actores, directores, guionistas, acomodadores, productores, y todo se sucederá acorde a lo que tus ojos logren ver, y si eres capaz de confiar en tu minuto de gloria, quizás tu largometraje gane un Oscar.
Sencillo, amigo mío, sencillo.

jueves, 28 de junio de 2007

Primer retorno a mi tierra- enero 2005


28 de junio 2007.

¿Cómo hablar de Buenos Aires sin detenerme a secar ésa lágrima, que cae por el lado derecho de mi mejilla?
Mes de enero, invierno en Europa, verano en Argentina, largos tres años me separaban de mi tierra. Ése día desperté temprano, estaba muy ansiosa, era lógico, desde hacía mucho tiempo me había convertido en emigrada, quizás porque en mi suelo natal las condiciones de vida no eran las adecuadas. Pero mi caso en particular, obedecía a una variada serie de factores, donde la necesidad de vivir en otra cultura con mayores compromisos, supo ser el eje que guió mi abrupta partida. Ciertamente considero que todas las partidas son rápidas, al menos así lo vivencian los que se quedan, ésos que acallarán su tristeza en silenciosas horas de espera, pero creo que un proceso de toma de decisiones no es tan acelerado y marcha tras las sombras sin que tan solo nos demos cuenta.
Nací en una pequeña ciudad de la provincia de Buenos Aires, alma de pueblo en todos sus habitantes. Campesinos adinerados que fueron forjando el progreso a base de lucha y mucho esfuerzo, ganándole las batallas a la sequía, orando para que la Santa Madre se acordase de bendecirlos con las tan necesarias lluvias.
Mi familia estaba constituida por mi abuelo, mi abuela, mi hermana menor y yo. Y por otra parte, mis tíos y mis cuatro primos, dos varones y dos mujeres. Mi madre había muerto cuando yo era muy pequeña y mi padre pasó a ser una figura ausente hasta que cumplí los dieciocho. (Y después también)
Mi infancia estuvo colmada de muñecas y mimos. A pesar de haber sido huérfana, no guardo un mal recuerdo de ella.
Con todas estas nostalgias, me subí al avión que me llevaría de vacaciones a mi amada Buenos Aires. Qué increíble, ir de vacaciones a mi tierra.
No deseaba me coja el jet-lag, pero como me bebí dos botellitas de vino de ésas baratas que suelen ofrecer en los aviones, en clase turista, mi cansancio ganó sobre la lógica que mi cabeza deseaba guardar.
A mitad del vuelo me desperté sobresaltada, porque una chica de alrededor de veinticinco años, con su hijo pequeño en brazos, se puso a gritar. Lo primero que pensé: “Un ataque terrorista”, ya que decía algo así como: “¡La felicidad no existe, nos la inventamos para sobrevivirnos!”
Luego aparecieron en acción su esposo y la azafata, que contuvieron la situación, así que para saber si podía dejar de preocuparme, me fui a curiosear hasta el bar. Todo estaba en orden, la chica tenía un desequilibrio emocional, vaya a saber por qué, la vida es dura, no me llamó en absoluto la atención.
Después continué durmiendo y tuve un sueño.
En el aparecían los primeros años de mi niñez, la playa y el mar, al lado de mis abuelos, en ésa villa a la cual solíamos ir en los meses de verano. Se llamaba Claromecó y estaba a sesenta quilómetros de Tres Arroyos.
Frente a la casa donde anclábamos nuestra residencia estival, había un descampado con pequeños montes de arena. A la hora de la siesta íbamos con mi hermana, a jugar con nuestros baldecitos y palas, mientras unos bichitos negros con cuernos, que dábamos en llamar “vaquitas”, dejaban sus huellas impresas cuando caminaban por la arena caliente y así quedaban esos montes atravesados por extensas líneas intercaladas por las patitas de estos simpáticos pasajeros del verano.
Recuerdo que una vez perdí un baldecito, muy pequeño y rosado, y que al verano siguiente lo encontré. Había quedado enterrado en la arena y supo aguardar, pacientemente, mi próxima llegada. Con los años ésos montes fueron invadidos por vetustas mansiones y así una vez más, la civilización ganó sobre la bella naturaleza.
En mi sueño también aparecía mi abuela, aquél día que atrapó una tortuguita y la metió en una caja para matarla y cocinarla más tarde, y que algún bondadoso que estaba en contra de la matanza de animales, la pusiera en libertad. La “tortuguita” es una especie de carpincho, con cola muy larga, también llamada “mulita”
Mi abuela tenía una doble personalidad, por una parte estaba ése ser tan cálido que me llenó de mimos en mi infancia, y por el otro, la malvada que mataba animales. Sí, como cuando cogía a los pollos que criaba en el gallinero en el fondo de mi casa y les cortaba la cabeza, después los pobrecitos corrían, ya degollados, unos metros más, y caían, muertos y desangrados. Juro que jamás pude comer uno cuando ella los presentaba como grandes manjares, en la mesa familiar.
Mi infancia fue muy diferente a la de la juventud actual.
Mis abuelos eran hijos de inmigrantes y deseaban que sus descendientes tuviesen el mundo a sus pies, por eso nos inculcaron la necesidad de tener uno o varios títulos universitarios. Creo que allí radica la repuesta de por qué mi país ha dado una gran cantidad de profesionales, y es una ideología que aún continúa vigente en la actualidad.
Pero si hay algo maravilloso que rescato en el recuerdo de mis abuelos, es ése sacrificio con el que forjaron sus vidas y por ende, la que fue mi familia. De alguna manera heredé la constancia que vi en ellos para lograr mis metas, aunque luego mis rebeldías me llevasen a tomar rumbos que ellos jamás hubiesen sido capaces de aprobar, y menos aún, de comprender.
Mi casa natal era una residencia muy antigua, con enormes habitaciones y pisos de madera, meticulosamente lustrados, donde había que caminar deslizando los pies acompañados de patines, (paños de tela, que ayudaban a mantener el brillo de la madera). Las camas de las habitaciones estaban construidas en bronce, con acolchados floridos y con volados, prolijamente almidonados y tremendos almohadones ornamentaban las almohadas. También había espejos por todas partes y en el comedor, un toca discos de la época de la segunda guerra, giraba todo el tiempo con su música de antaño.
El episodio del almuerzo resultaba todo un acontecimiento, cuando mi abuela llamaba “a comer”, pobre del que no le hiciese caso. En aquéllos años no éramos capaces de desafiar la autoridad de nuestros mayores y guardábamos un profundo respeto hacia ellos, porque además éramos reprimidos con tremendas sanciones y con algunos sopapos también. Se diría que he crecido en dictadura, y claro que sí, porque cuando la junta militar, anunciaba, allí por el año mil novecientos setenta y tres, que se harían cargo del poder que hasta ese momento, le competía al estado, mi abuelo dijo: “Qué bien, ya era hora, por fin vamos a tener orden”.
Recuerdo lo que me costaba enseñarles una mala nota, ya fuese con respecto a mis calificaciones o a mi conducta en el colegio, que en ésta última, han sido más mis penas que mis glorias. Me castigaban con días eternos de encierro y sin poder ni abrir la boca.
En mi casa primaba el orden y los buenos modales y desde niñas nos fue inculcada la pasión por la lectura, ya que no teníamos televisión.
Adoraba tirarme en el patio, en ésa larga galería, adornada por mil malvones, rosas y claveles, donde la primavera olía a ilusiones y a cuentos de amor. Allí aprendí a soñar y a sonreír.
La droga no estaba al alcance de nadie. Mi primer porro lo fumé a los veinticinco años y no lo pude contar porque se suponía que si lo hacías eras un drogadicto. Pero aún hoy, en la Argentina actual, no es tan sencillo acceder al tan inofensivo porro. Y me alegro, después de ver los desastres que esto ocasiona en esta sociedad donde ahora habito.
Todos estos paisajes de mi infancia, iban transitando en mi mente, como acariciando el jardín de mis privilegiados recuerdos, en el momento en que el avión tocó tierra. ¡Mi tierra! Lloré de la emoción, era una sensación, OH… ¿cómo explicarlo en palabras? Si has emigrado, me comprenderás, y para los que nunca lo han vivido, regresar a tu tierra es, una de las emociones más fuertes y maravillosas que la vida te pueda regalar.
¿Te imaginas? Volver a caminar por tus calles, retornar a ver a tu gente, oler los olores de tus espacios ya conocidos, no tener que explicar tu forma de hablar, ni tus prontos, ni tus pensamientos más primarios.
Todo eso experimenté mientras el avión aterrizaba y di gracias, una vez más, por haber tenido el honor de “sentir”.
He vivido muchas veces fuera de las paredes mi patria y no me arrepiento, ello me ha dado una apertura mental, imposible de lograr de otra manera que no fuese compartiendo espacios con otras culturas. Y cada vez que he tenido que retornar, ya sea de paso o para quedarme, he sentido esa magia que no pude sentir jamás, en nada parecido.
No sé si regresaré alguna vez a vivir en mi tierra, a veces los grandes amores, no suelen ser los mejores, pero no lo dudes patria mía, te amo como nunca amaré a otra, tú eres mi madre y como tal comprenderás mis desapegos afectivos.
Como siempre, mis despistes me llevaron a quedarme parada casi una hora, esperando que mi equipaje hiciese su tonta aparición por esas cintas deslizaderas, aunque mis maletas iban girando una y otra vez, a espaldas mías y yo sin enterarme. Las cogí y fui enseguida a buscar un taxi.
“Uy”- Pensé- “Que este no se entere que tengo acento raro, porque me paseará por la ciudad”
Fui hasta el piso de mi hijo, en Palermo viejo, él no estaba, pero me había dejado las llaves con el portero.
Me emocioné al ver el desorden del mayor de mis retoños y su vida de burgués que se había forjado solito. En esos momentos di gracias a la vida por haber parido un hijo tan maravilloso que me haya liberado de mis responsabilidades de madre.
Buenos Aires ha sido siempre, tierra de poetas, donde co-habitaron en respetuosa armonía, grandes pensadores, de la talla de Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares, Ernesto Sábato, Julio Cortázar, Silvina Ocampo, Leopoldo Marechal, y tantos otros que contribuyeron al saber popular y a esa nostalgia que hoy nos hermana como nación.
Ningún escritor ha permanecido indiferente ante la poesía oculta en todas las esquinas de cada barrio. Nuestra cultura es tan compleja como sencilla, producto de la mezcla de razas que mi tierra supo albergar desde el comienzo de la historia, allí donde Juan de Garay plantó bandera y le dio el nombre, cuarenta y cuatro años después que Don Pedro de Mendoza, llegara con sus barcos.
El argentino autóctono desciende de los indios querandíes, cuya conformación física era muy fuerte, de vidas sedentarias y dedicados a la alfarería.
Existe un gran desconocimiento acerca de América Latina. La mayoría de los europeos no saben ni donde situarnos en un mapa. Por eso me gustaría poder explicarles aquí, que Argentina es el país más austral del sur de América. Por cultura estamos más próximos al modelo europeo que a cualquier otro y en muchas cosas los hemos superado. Por ejemplo: en adquirir conocimientos, ya que los argentinos somos lectores por excelencia de todo cuanto venga a nuestras manos. Recuerdo que en segundo año de mi enseñanza media, estudiaba las casas de Austria, de Borbón, y demás reinados. Como también la segunda guerra, las conquistas, y todo lo que hiciese a la historia Europea. Del mismo modo estudiábamos la geografía y los principales acontecimientos históricos de todos los países del mundo. Sin embargo, en esta tierra donde vivo, en los colegios poco y nada se enseña acerca de América Latina. Y me consta, ya que tengo una hija estudiando en España. De ahí el desconocimiento y por ende, la descalificación hacia una cultura tan rica como la mía.

El matriarcado ha sido siempre la principal modalidad de gobierno familiar, esto lo puedo asegurar después de haber vivido en varios países gobernados por los machos. El hombre argentino es un caramelo, que sale del regazo de su madre a refugiarse en los brazos de la mujer que haya elegido para compañera de viaje.
Tenemos fama de fanfarrones y vaya que lo somos. Allí nos ha cogido nuestra vena descendiente italiana. Los argentinos todo lo magnificamos, todo lo que tenga que ver con nuestra tierra y nuestra gente es “lo más”. Nosotros tenemos las mujeres más bellas del mundo, los hombres más guapos, la mejor carne, las mejores tierras, somos los más inteligentes, los más listos, el mejor fútbol del mundo. En fin, esto del fútbol es bastante cierto, ya que hemos sido y seguiremos siendo campeones mundiales en varias ocasiones, puesto que el hombre argentino nace con una pelota en los pies, en el potrero, donde los “pibes” aprenden a dar sus primeras pataditas. Nuestra tierra es tan amplia que da para todo.
Idealizamos la vida en Europa, hasta que la conocemos, entonces nos damos cuenta que no existe nada mejor que nuestra tierra.

Mientras buscaba una tienda de telefonía móvil, mis recuerdos continuaban haciendo su aparición. Aquellos años de mi juventud cuando me creía dueña de mi ciudad y la recorría con impúdico descaro. Recuerdo que la movida nocturna se situaba en puntos claves, por lo menos la de la burguesía, o los “pijos”, como aquí los llaman.
Recoleta era el barrio céntrico pijo por excelencia, un “petite París”, allí podías encontrar el mejor restaurante, donde comerías carne, pescado, pastas, o lo que te viniese en gana, atendido por chefs de la talla del Gato Dumas, o tantos otros más anónimos, que fueron líderes en las artes culinarias.
Pasear por Recoleta era hacer una obligada parada en Quintana y Junín, en la confitería La Biela, donde en verano se reunía lo más chic de la sociedad porteña, en la gran terraza que siempre ha ocupado toda la esquina, para mostrar sus pieles bronceadas o los últimos modelitos adquiridos en los centros de moda internacionales. Al lado, por Quintana, se situaba Parc Laine, un bar muy cool, donde aprendí a jugar billar, “pool”, como allí lo llaman.
Resultaba imposible no recordar el club Hipopótamus, que era disco y restaurante. Se contrataban DJ que estuviesen de moda y con trayectoria internacional y allí se reunía la elíte, toda, para la gran cita nocturna.
Bajando por avenida Alvear, estaba el hotel del mismo nombre, en cuyo sótano se instalaba su disco, donde me lo pasaba eternas horas danzando. En alguna esquina aparecía Le Club, otro antro privadísimo donde solo se ingresaba con tarjeta vip. Y así la recorrida terminaba en Rod Point, una confitería en Avenida del Libertador, donde amanecíamos desayunando café con leche con medias lunas.
Había también una movida importante en la zona norte, a una media hora del centro, allí se instalaban una gran cantidad de restaurantes y discotecas, que apenas dormían unas horas al día, y como las vías de acceso son tan rápidas, era muy sencillo trasladarse de una punta a la otra de la ciudad.
Buenos Aires fue, en antaño, la ciudad de la fiesta eterna.
Ahora lo sigue siendo, de algún modo, pero como en todo sistema económico en decadencia, ya la gente no sale tanto, y como las diversiones de ahora no son las de hace veinte años, es lógico entender, que no es lo mismo. Ya lo decía mi abuelo, “todo tiempo pasado fue mejor”

Cuando logré comprar una tarjeta local para mi teléfono móvil, me dirigí hacia calle Florida, allí me atacaron los vendedores ambulantes de dólares, que salen de las casas de cambio “truchas” a captar clientes. El negocio es pagar unos puntos más de lo que paga el mercado legal.
Allí tienes que coger fuerte tu cartera, porque si no eres prudente en diez minutos te quedarás sin ella. Como soy bastante conservadora en algunos conceptos, busqué casa Piano y cambié dinero.
Después llamé por teléfono a mi hijo y quedamos para encontrarnos a almorzar a las dos de la tarde, hora en que él hacía su impasse en el trabajo. Mientras, anduve recorriendo galerías Pacífico, un shoping enorme, en varias plantas, donde las marcas importantes locales, hacen su aparición. Lógicamente que para mí comprar en Buenos Aires, con la diferencia del cambio, es fantástico, pero como soy nacida allí, no pude dejar de quejarme por los precios elevados. De todas maneras, para el turista que lleve euros o dólares, aquello es como ir de rebajas todo el año, una gran fiesta para el bolsillo.
Las clases sociales estuvieron, por años, bien definidas. Pero después que la Argentina ingresara en su atroz decadencia económica, producto de la mala administración de los gobernantes de turno, que por inmadurez de pueblo íbamos eligiendo, esto ya no es así.
La clase alta ha sido siempre la misma y de ahí no se moverá, ya que no la destruye ningún mal funcionamiento económico, es más, en muchas ocasiones hasta se benefician con ello. Sin embargo, la clase media y la media alta, se han llevado lo peor, porque pasaron de tener una situación holgada, a soportar la escasez de todo. Ello los ha llevado a emigrar a los países del primer mundo, donde la gran mayoría se han visto descalificados, por los nativos, que solo ven en los extranjeros, una oportunidad de mano de obra económica. Pero el argentino tiene esa extraña habilidad para montarse su propio negocio en cualquier parte donde el destino lo pille y es muy difícil ver a un argentino trabajando por mucho tiempo para otro. Tenemos alma de “líderes”.
EL re-encuentro con mi retoño fue hermoso. Almorzamos en un restaurante de Puerto Madero, al lado del río, lugar muy de moda y donde, por cierto, se come muy bien.
Después de ponernos al día con todos los chimentos familiares y criticar un poco la patria, el se marchó de nuevo a su rutina laboral y yo a continuar con mis vacaciones por mi ciudad.

Y como dice el tango…”las callecitas de Buenos Aires, tienen ése qué se yo…”
Me di cuenta que hay cosas que nunca cambian y tampoco se como se vería mi ciudad sin ellas. Por ejemplo ésa decadencia que se nota en tantos detalles, como las calles con sus baches, producto de que los gobiernos no ocupan los fondos que le pertenecen al estado para arreglarlas. La gente con sus ropas viejas, porque no hay un duro para nuevas compras, los taxis viejos, muy viejos, algunos, y casi destartalados, que aún continúan circulando. Los buses sin aire acondicionado y tirando humos nocivos por doquier, con la mala leche de sus conductores, que si tienes suerte saldrás vivo después de haber cogido uno y de soportar las múltiples maniobras del hombrecillo, que probablemente lo que soñó, fue conducir un fórmula uno y se tiene que conformar con ese cacharro.
Buenos Aires es la ciudad decadente, más bella del mundo. Donde las damitas de alta sociedad no pueden salir a mostrar sus nuevas adquisiciones, caminado libremente por las calles, sin ser atropelladas por algún inspirado carterista, que ha hecho del arrebato, su forma de vida.
Andar por el centro en plena mañana, significaba chocarme a cada paso con los comerciales que salen a la calle a ofrecer sus productos, para que la gente entre a comprar, los pedigüeños, ( niños y adultos) los vendedores ambulantes, los chicos que abren las puertas de los taxis por la “propina”, la gente que camina rápido, (vicio de ciudad).
Linda, mi ciudad.

Patricia Silbert

miércoles, 27 de junio de 2007

Be a water my friend...



26 de junio de 2007


Mitad de año, acabo de regresar de Buenos Aires. Otra vez a la rutina que a veces suele convertirse en maravillosa, y me pregunto qué sería de mi sin los rituales cotidianos- sabido es que los aventureros necesitamos referencias de donde poder asirnos para no hacer aguas-
Una vida peleada con mi bohemia, hasta que comprendí que para todo había espacio, incluso dentro de un mismo cuerpo, y entiéndase por “cuerpo” también lo que va en el envase del lado de adentro.
Nunca sé hacia adonde voy -creo que hay fallas de origen que no tienen remedio- pero sí se que marcho año tras año, tras las ideas que van surgiendo. Para qué intentar más si tenemos las horas contadas.
Ser feliz, como única consigna. Ya lo dijo antes alguno que me ganó en tiempo y espacio: “ To be or not to be, this it is the question”.
A ver qué se me ocurre por aquí, Bienvenidos a la inauguración de mi magazine, iremos cotilleando.
Un abrazo afectuoso.
Patricia Silbert.